A mi hermano Pedro de León

Yo quizá fuera el último en conocer tu muerte,

y por eso no pude llorar sobre tu sábana.

Vivía en un planeta sin torres ni jardines

donde estaban prohibidos el llanto y la sonrisa.

Pero yo presentía mi sangre derramada.

Éramos diez hermanos, y de ellos, seis varones,

y las balas sabían el camino de sombra

que va desde la nube al pájaro que vuela,

¡Cómo se empañarían los espejos de casa

y qué llanto de nácar tendría el abanico,

y cómo en las vitrinas, las dulces miniaturas,

cubrirían de luto sus escotes cuadrados!

En sus cuadros oscuros nuestros viejos abuelos

rendirían a tu muerte un pésame de espadas,

y por tierras de Soria de luto colgaría

su balcón el palacio de los Condes de Gómara.

Mi madre, como siempre, lloraría hacia dentro

buscando tu silueta de niño en todas partes,

preguntándole al viento que por qué no venías

a besarla lo mismo que todas las mañanas.

Y detrás de sus velos y sus tocas monjiles,

aquellas dos hermanas que tengo en el convento,

rezarían cantando su oficio de difuntos

entre velas rizadas y flores contrahechas.

Y Sevilla, Sevilla, afilaría su torre

mojada de naranjos y en espuma de río,

y en su cielo plomizo de final de septiembre

tu nombre de estudiante daría a una glorieta.

Porque yo, de soldado, no puedo imaginarte,

matrícula y diploma de la flosofía,

y te veo muriendo de cara al parapeto

con un libro de Horacio abierto entre las manos.

Y por eso te lloro casi líricamente

sobre tus diccionarios y tus apuntes viejos,

y en aquella cuartilla donde hiciste una décima

dedicada a una novia que acaso no tenías.